La relación entre yacimientos religiosos, elementos del paisaje terrestre y elementos del paisaje celeste es más habitual de lo que podemos creer. Esa idea de conexión es consustancial en el hombre acostumbrado a vivir al aire libre y mirar al cielo.
Un paisaje se presenta como un rompecabezas: llanos, barrancos, montañas, roques, conos volcánicos, coladas, árboles… Ese desorden posee un sentido oculto. Según Octavio Paz (1993): “Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo”, no es una yuxtaposición de formas diferentes sino la reunión en un lugar de distintos tiempos-espacios. El paisaje es diacrónico y sincrónico al mismo tiempo.
El simbolismo de la montaña en la historia de las religiones es muy profundo. Las montañas sagradas o aquellas en las que Dios se ha revelado a los hombres (los montes Fujiyama, Elbrouz, Sinaí, Tabor, Carmelo, Kailasa, Olimpo...), son a menudo símbolos del poder divino y como tales son representadas en las artes plásticas. Son consideradas axiales. En la Biblia, el Monte Sinaí es la montaña sagrada por excelencia porque Dios se le apareció allí a Moisés. Estas montañas son el asiento de los dioses (www.acropolis.org/symboles/Symbs.aspx?Lang=esp&ID=67).
El concepto de montaña entra dentro del simbolismo de la ascensión y tiene carácter múltiple ya que participa de la idea de centro y de lo ascensional. La montaña en tanto que alta es vertical, elevada, se aproxima al cielo y participa del simbolismo de la trascendencia. En cuanto centro sirve para manifestar las hierofanías atmosféricas y numerosas teofanías. Por otra parte, la montaña es punto de encuentro del cielo y de la tierra, es morada de los dioses y término de la ascensión humana. Además la montaña expresa también las nociones de estabilidad, inmutabilidad y hasta pureza. De una forma general es a la vez centro y eje del mundo.
Una montaña se sacraliza y sigue siendo una montaña, nada -aparentemente- la distingue de las demás. Pero, para quienes la sacralizaron, su realidad de montaña se transmuta en realidad sobrenatural, dejando de ser lo que era y cobrando un simbolismo particular. Ya no está en el caos del universo, está marcando un punto fijo, un lugar en el espacio. Esta creación social del espacio es una constante en las diferentes culturas, quienes crean y recrean el “Centro del Mundo” en diferentes escalas y lugares.
La montaña es la cima de la humanidad, el punto a donde desciende la divinidad y se encuentra con el hombre que sube, por ello se la toma como símbolo de la reunión: es por tanto el primero y más sagrado de los santuarios, el arquetipo de todos los templos. “El punto más alto de la tierra se considera el centro o la cumbre del Paraíso, el lugar de encuentro del cielo y la tierra en lo más alto de las nubes. Por ser axial y central, la montaña sirve de paso de un plano a otro y es nexo de unión con los dioses” (usuarios.lycos.es/trabalon/simbolo/montana.htm).
La veneración de la montaña es algo trascendente entre los awara. Está documentado en las fuentes escritas de la conquista (Abreu Galindo, Leonardo Torriani, entre otros). En las cumbres más altas, la tierra deja de ser terrenal y se funde con el firmamento. La montaña es el templo más sagrado, eje astronómico y punto central donde Abora se reencuentra todos los años y pilar del sol naciente, símbolo de la reunión (hombres-astros).
El estudio de las montañas y de las ruinas que en ellas se encuentran es importante para la comprensión de muchos aspectos de la religión de nuestros antepasados. Las altas montañas acercan hacia el Sol a aquellos que practican el culto sobre unas construcciones que apuntan con precisión astronómica hacia el sureste (solsticio de invierno), punto de encuentro entre la montaña y el Sol.
Los amontonamientos de piedras son la máxima expresión material en la proliferación de santuarios y su íntima relación con las montañas. Primero existe un concepto de imagen sensorial (montaña), luego en la mente (amontonamiento) y, con ello, una relación simbólica con el mundo exterior: el Sol, e incluso la Luna como ocurre en el Llano de Las Lajitas (Garafía). Cada fenómeno alude a otros fenómenos. Por eso, lo que cuenta es la relación entre los fenómenos y, posteriormente, una explicación global. Un amontonamiento de piedras, al igual que un grabado rupestre, son vehículos de relación; son valores y signos.
El símbolo del amontonamiento (pequeña pirámide) es exactamente equivalente al de la montaña. Son símbolos de la montaña y del cielo. Están alineados siguiendo patrones astronómicos, señala las direcciones de la salida del Sol en invierno. Era imposible enfrentarse a algo como el nacimiento del Sol, el solsticio de invierno. Ese montículo que emerge es el amanecer de la luz; la diaria salida del Sol es una repetición de la original iluminación cosmogenética. La proyección directa del solsticio sobre el punto correspondiente en cada pico es la máxima expresión de la sacralidad awara. Sin dejar de ver la tierra, la montaña toca el cielo. Los amontonamientos de piedras representan la obra magna de los awara al servicio de la espiritualidad. Desde su posición se observa hacia la montaña la puerta de la Gran Madre. La puerta del mundo de la luz celestial se encuentra donde se abrazan el cielo (Abora) y la tierra (montaña) y se unen a finales de año. Es el momento de la regeneración.
Los amontonamientos de piedras engloban una noción de encuentro y de frontera, así como otros conceptos relacionados de carácter simbólico. Aquellos lugares que configuraban o representaban puntos de transición entre un espacio y otro tenían una connotación especial. Lugar de hermanamiento con el Sol, asociado a su localización en un punto destacado de la topografía. Pilares o columnas que permitían medir la posición solar anual al permitir calcular la llegada del solsticio de invierno y establecer el resto de las actividades cotidianas y festivas. Estos lugares se constituían, además, en espacios sagrados y en espacios divinizados, especialmente en aquellos momentos del año en que los astros celestes pasaban o “se asentaban” allí.
Mediante un circuito perfectamente establecido, las estructuras de piedra fueron construidas para predecir y avistar la alineación astronómica del solsticio de invierno. Marcan el paso del tiempo. Una marca en el paisaje que se levanta para comunicar perdurando y para perdurar comunicando. Es por esto que las construcciones o rasgos naturales significativos vinculados a la observación astronómica deben considerarse monumentos dado que su propósito es perpetuar el conocimiento que están comunicando y fijando.
Un paisaje se presenta como un rompecabezas: llanos, barrancos, montañas, roques, conos volcánicos, coladas, árboles… Ese desorden posee un sentido oculto. Según Octavio Paz (1993): “Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo”, no es una yuxtaposición de formas diferentes sino la reunión en un lugar de distintos tiempos-espacios. El paisaje es diacrónico y sincrónico al mismo tiempo.
El simbolismo de la montaña en la historia de las religiones es muy profundo. Las montañas sagradas o aquellas en las que Dios se ha revelado a los hombres (los montes Fujiyama, Elbrouz, Sinaí, Tabor, Carmelo, Kailasa, Olimpo...), son a menudo símbolos del poder divino y como tales son representadas en las artes plásticas. Son consideradas axiales. En la Biblia, el Monte Sinaí es la montaña sagrada por excelencia porque Dios se le apareció allí a Moisés. Estas montañas son el asiento de los dioses (www.acropolis.org/symboles/Symbs.aspx?Lang=esp&ID=67).
El concepto de montaña entra dentro del simbolismo de la ascensión y tiene carácter múltiple ya que participa de la idea de centro y de lo ascensional. La montaña en tanto que alta es vertical, elevada, se aproxima al cielo y participa del simbolismo de la trascendencia. En cuanto centro sirve para manifestar las hierofanías atmosféricas y numerosas teofanías. Por otra parte, la montaña es punto de encuentro del cielo y de la tierra, es morada de los dioses y término de la ascensión humana. Además la montaña expresa también las nociones de estabilidad, inmutabilidad y hasta pureza. De una forma general es a la vez centro y eje del mundo.
Una montaña se sacraliza y sigue siendo una montaña, nada -aparentemente- la distingue de las demás. Pero, para quienes la sacralizaron, su realidad de montaña se transmuta en realidad sobrenatural, dejando de ser lo que era y cobrando un simbolismo particular. Ya no está en el caos del universo, está marcando un punto fijo, un lugar en el espacio. Esta creación social del espacio es una constante en las diferentes culturas, quienes crean y recrean el “Centro del Mundo” en diferentes escalas y lugares.
La montaña es la cima de la humanidad, el punto a donde desciende la divinidad y se encuentra con el hombre que sube, por ello se la toma como símbolo de la reunión: es por tanto el primero y más sagrado de los santuarios, el arquetipo de todos los templos. “El punto más alto de la tierra se considera el centro o la cumbre del Paraíso, el lugar de encuentro del cielo y la tierra en lo más alto de las nubes. Por ser axial y central, la montaña sirve de paso de un plano a otro y es nexo de unión con los dioses” (usuarios.lycos.es/trabalon/simbolo/montana.htm).
La veneración de la montaña es algo trascendente entre los awara. Está documentado en las fuentes escritas de la conquista (Abreu Galindo, Leonardo Torriani, entre otros). En las cumbres más altas, la tierra deja de ser terrenal y se funde con el firmamento. La montaña es el templo más sagrado, eje astronómico y punto central donde Abora se reencuentra todos los años y pilar del sol naciente, símbolo de la reunión (hombres-astros).
El estudio de las montañas y de las ruinas que en ellas se encuentran es importante para la comprensión de muchos aspectos de la religión de nuestros antepasados. Las altas montañas acercan hacia el Sol a aquellos que practican el culto sobre unas construcciones que apuntan con precisión astronómica hacia el sureste (solsticio de invierno), punto de encuentro entre la montaña y el Sol.
Los amontonamientos de piedras son la máxima expresión material en la proliferación de santuarios y su íntima relación con las montañas. Primero existe un concepto de imagen sensorial (montaña), luego en la mente (amontonamiento) y, con ello, una relación simbólica con el mundo exterior: el Sol, e incluso la Luna como ocurre en el Llano de Las Lajitas (Garafía). Cada fenómeno alude a otros fenómenos. Por eso, lo que cuenta es la relación entre los fenómenos y, posteriormente, una explicación global. Un amontonamiento de piedras, al igual que un grabado rupestre, son vehículos de relación; son valores y signos.
El símbolo del amontonamiento (pequeña pirámide) es exactamente equivalente al de la montaña. Son símbolos de la montaña y del cielo. Están alineados siguiendo patrones astronómicos, señala las direcciones de la salida del Sol en invierno. Era imposible enfrentarse a algo como el nacimiento del Sol, el solsticio de invierno. Ese montículo que emerge es el amanecer de la luz; la diaria salida del Sol es una repetición de la original iluminación cosmogenética. La proyección directa del solsticio sobre el punto correspondiente en cada pico es la máxima expresión de la sacralidad awara. Sin dejar de ver la tierra, la montaña toca el cielo. Los amontonamientos de piedras representan la obra magna de los awara al servicio de la espiritualidad. Desde su posición se observa hacia la montaña la puerta de la Gran Madre. La puerta del mundo de la luz celestial se encuentra donde se abrazan el cielo (Abora) y la tierra (montaña) y se unen a finales de año. Es el momento de la regeneración.
Los amontonamientos de piedras engloban una noción de encuentro y de frontera, así como otros conceptos relacionados de carácter simbólico. Aquellos lugares que configuraban o representaban puntos de transición entre un espacio y otro tenían una connotación especial. Lugar de hermanamiento con el Sol, asociado a su localización en un punto destacado de la topografía. Pilares o columnas que permitían medir la posición solar anual al permitir calcular la llegada del solsticio de invierno y establecer el resto de las actividades cotidianas y festivas. Estos lugares se constituían, además, en espacios sagrados y en espacios divinizados, especialmente en aquellos momentos del año en que los astros celestes pasaban o “se asentaban” allí.
Mediante un circuito perfectamente establecido, las estructuras de piedra fueron construidas para predecir y avistar la alineación astronómica del solsticio de invierno. Marcan el paso del tiempo. Una marca en el paisaje que se levanta para comunicar perdurando y para perdurar comunicando. Es por esto que las construcciones o rasgos naturales significativos vinculados a la observación astronómica deben considerarse monumentos dado que su propósito es perpetuar el conocimiento que están comunicando y fijando.
La montaña sagrada de Bejenado
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