grabados rupestres

donde se unen la tierra y el cielo

donde se unen la tierra y el cielo
En La Palma, la arqueología y la astronomía han cruzado las miradas, unos al suelo y otros al cielo, para coincidir en una misma dirección, interrelacionando las observaciones hasta confirmar la importancia de los atros entre los antiguos habitantes de Benawara.
“adoraban al Sol, la Luna y otros planetas” (Alvise Ca’da Mosto, 1455-1457)

"Quienes tratan de interpretar símbolos en sí mismos miran la fuente de luz y dicen:"no veo nada". Pero la fuente de luz está ahí no para que se la mire a ella, sino para que se mire y vea lo que ella ilumina. E igual pasa con el simbolismo" (Dan Sperber).





domingo, 2 de septiembre de 2007

Los awara rendían culto al Sol. El calendario

El paisaje no se mira desde un despacho. Se observa in situ con mirada limpia, sencilla. Los pocos arqueólogos que han cogido una brújula es para marcar los cuatro puntos cardinales y eso no sirve para nada cuando intentas sacar conclusiones sobre las culturas ancestrales.
Nada puede ser más aterrador que la naturaleza no obedezca las leyes de orden natural. Siendo desconocidas las causas de los acontecimientos, sus consecuencias resultan imprevisibles. El hombre ancestral no conoce las verdaderas causas, no prevé las consecuencias, le rodea lo inexplicable y le asalta la impotencia y el terror. Mira al cielo y clama. La esencia de la religión se pone de manifiesto.
El arte paleolítico poseía ya un contenido religioso, pero parece no tener referencia a dioses. La noción de divinidad se manifiesta por primera vez en el Cercano Oriente en forma de estatuillas femeninas en terracota, momento muy importante en la historia de la humanidad.
El culto solar o heliolátrico es un lugar común de encuentro entre culturas. La comprensión de cómo se comporta el cielo fue una forma de culto. Una expresión de este culto consistió en poner toda obra humana en armonía con los principios de orden natural espacial y temporal derivados del movimiento de los astros. Para el observador de la naturaleza resulta obvio que la única manera de establecer direcciones definitivas en el paisaje es a través del cielo. El movimiento aparente de la bóveda celeste define claramente la dirección norte por medio de la posición del eje de rotación terrestre proyectado en el plano del cielo. El sentido de rotación nos proporciona las direcciones este-oeste, que resultan ya señaladas como el punto de la salida y puesta solar. El periodo básico de observación del Sol es el año, en el transcurso del cual se reconocen los principales eventos solares, como los solsticios, los equinoccios y los pasos cenitales del Sol. Los awara, que no son una excepción, también construyeron estructuras rituales para indicar estos eventos a través de su alineación.
La luz, la vida, la muerte, el renacimiento, entre otros, son conceptos claves para comprender la propia esencia renovadora de la naturaleza y, en esencia, la religión awara. Todos los dioses constituyen emanaciones de una única divinidad creadora que se perpetúa mediante renacimientos sin fin como el orto solar, de carácter cíclico y constante en el tiempo, concepto que encaja en la idea de lo eterno. Pero muchos se preguntarán dónde podemos encontrar algún testimonio de ese culto. La respuesta es evidente: en los amontonamientos de piedras, los canales y cazoletas y los petroglifos. Todos se orientan al Sol.
Los pueblos pastores, libres ante la tierra y dependientes del cielo, produjeron más bien un panteón celeste, de adoración solar como origen y principio de la vida. Por eso, los cultos mágicos fueron ideados por el hombre para estimular y controlar la fertilizadora labor del cielo y la tierra (el ciclo de la vida). Para el indígena todo es religión.
El principio celestial es la base del pensamiento religioso de los awara. Toda comunidad ancestral está en posesión de una considerable cuantía de saber, basado en la experiencia y conformado por la razón. El trabajo ritual y práctico están asociados, la conducta mística y racional se ha mezclado.
El Sol es el centro de la simbolización, el que organiza la naturaleza, el que la armoniza y da sentido inmanente a la vida. El Sol se ve elevado a la categoría de divinidad gracias al beneficio real: la fecundación de la tierra. Trae real y simbólicamente el día, la luz, aleja lo desconocido y el terror. La Luna es diametralmente opuesta en significado.
Existe siempre una regla, un canon en conformidad con la razón. La belleza brota de un orden cósmico, el cual se imita mediante una facultad creadora variada en armonía con el mundo que los rodea. En este sentido, los petroglifos es una expresión de su creatividad, los coloca al amparo de lo regular, yendo así de acuerdo con el carácter racional de la vinculación del mundo. Todos los restos culturales dispersos por la isla de La Palma no son un añadido artificial sobre la naturaleza, sino un sometimiento de esa artificialidad a la naturaleza. El awara proyecta sus ansias de infinito en Abora, no específicamente en la naturaleza en la que vive como centro de su interés. Por consiguiente, la contemplación de la naturaleza tiene como fin la consecución religiosa.
El método consistía en seleccionar un sitio desde donde se pudieran observar las salidas y puestas del Sol sobre los cerros prominentes y su diario desplazamiento en el horizonte, para contabilizar los días que tardaba el astro en llegar de una a otra cúspide.
Estos movimientos cíclicos se constituyen en principios ordenadores no sólo del espacio celeste, sino que se replican, se imitan o se reproducen en los espacios del mundo terrestre: asentamientos humanos y arquitectura, organización simbólica y ritual del espacio, construcción del paisaje geográfico y social. En las culturas canarias, el espacio celeste constituye un referente o modelo según el cual se ordenan los fenómenos cósmicos, los ciclos de la naturaleza y los ciclos míticos que regulan y determinan la vida de las sociedades humanas sobre la tierra. La importancia otorgada a la observación del cielo respondía a una necesidad concreta de supervivencia.
Relacionado con el cielo, con el Sol y con el tiempo se abarcan e involucran también nociones espaciales y sociales. El tiempo se organiza en una serie de etapas sucesivas
(edades o generaciones de gentes), que constituyen pasado, pero también presente. Representan divisiones temporales y sociales que están ligadas, a su vez, a un espacio en particular. Espacio y tiempo tienen un origen, un centro cósmico, ese elemento que organiza las fuerzas de la naturaleza, que articula la relación dialéctica de los principios opuestos. Abora como principio organizador se asociaba, en tiempos prehispánicos, a una divinidad creadora. En torno a ella los elementos y principios opuestos del cosmos se materializaban en el Sol y lo que representaba. Abora organiza el espacio en cuatro puntos según su ciclo.
La religión awara fue tradicionalista, estable, y mantuvo sin grandes cambios las ideas, los mitos y las expresiones artísticas religiosas a lo largo de los siglos. Fue naturalista antes que inconcreta, se inspiró en el medio volcánico y orográfico y se proyectó hacia el universo perceptible y no perceptible incorporando sobre todo elementos procedentes del ámbito celestial. Lo sagrado llegó a ser equiparado con la fuerza fecundante y regeneradora que rige el cosmos. Esta forma de pensar y actuar descansaba en el arte, en la expresión. La representación del universo se ajusta a los modelos topográficos y geológicos de la Isla (simbiosis entre amontonamientos y las montañas) y el cielo por el que se mueven las nubes de lluvia y los astros, en donde se producen las tormentas, el frío y la luz y el calor. Todo son significaciones de lo que es y puede ser la otra realidad a la que hemos accedido, la trascendencia del pensamiento awara.
Como ya hemos apuntado, partimos de la religión naturalista, aquella que deriva de sus antecedentes naturales como una clara reacción ante la vida. Modelada por el ambiente, integraron la región celeste y terrenal en una única naturaleza. Son los principios de su sentido común. Su lógica no es distinta a la nuestra -operamos igual- aunque si lo es por sus objetos y por los fines a que aplica sus razonamientos. El aborigen tiende a elaborar sistemas totales y nosotros a la especialización.
No tenían nuestro mismo concepto de espacio, no le daban el significado a la naturaleza inmóvil que nosotros le damos, no lo concebían como una dimensión plana y abstracta cuyo contenido pudiera diseñarse o transformarse a voluntad por el grupo que lo habita. Por el contrario, las montañas y las fuentes les hablaban, y todo suceso natural era un signo de significado profundo, poderoso y con lenguaje humano.
Los primeros documentos escritos nos confirman la religiosidad de los antiguos canarios. Aunque dispersa, son considerables las notas que hacen referencia a los cultos astrales entre los aborígenes canarios. Son tan contundentes que no podemos negarnos a la evidencia. Es más, es un aliciente para la investigación y una satisfacción poderlo confirmar arqueológicamente.
La primera referencia escrita la encontramos en una expedición que llegó a Canarias capitaneada por Angiolino del Tegghia en 1341. Describía a los canarios como idólatras y paganos. Tanto la bula “Dum diligenter”, de 15 de mayo de 1351 del Papa Clemente VI como la bula “Ad hoc semper”, de 31 de agosto de 1369 del Papa Urbano V, dejan constancia de la práctica de adoración del sol y de la luna entre los canarios.
El historiador árabe Ibn Jaldún, hacia 1349/1350, después de conocer en Marruecos a varios esclavos aborígenes canarios, dio a conocer que “adoraban al sol naciente, sin conocer otro culto”.
En el siglo XV, el veneciano Alvise da Mosto (1450) describe como los canarios adoraban al sol, la luna y otros planetas: “non ánno fede: ma adorano, alcuni il sole, altri la luna e altri pianeti: a ánno nuove fantasie di idolatria”.
Por su parte, el portugués Diogo Gomes de Sintra (1460) especifica que los indígenas de Tenerife y La Palma adoran al sol como Dios: “solem adorant pro Deo”.
Valentín Fernández en 1505, narraba que los nativos adoraban unos al sol, otros a la luna y otros a las estrellas.
En 1520, Gomes Escudero describe para Fuerteventura algunas fiestas astrales, en concreto el solsticio de verano. En sus textos se puede encontrar la siguiente frase: “la quenta de el año no era otra que por las lunas”.
Fray Alonso de Espinosa (1594) recoge como práctica habitual entre los guanches el cómputo del tiempo por las lunaciones.
Asimismo, Fray Abreu Galindo (1592) lo plantea para la isla de La Palma: "no tenían distinción en los días del año, ni meses, más que por las lunas”.
Leonardo Torriani, también a finales del siglo XVI, expresaba que “contaban el tiempo de la luna con nombres diferentes y el mes de agosto se llamaba begnesmet”.
Tanto José de Sosa (1678) como Marín de Cubas (1687) defienden el carácter astronómico de los principales cultos y fiestas entre los aborígenes canarios.
Todos estos datos literarios vienen a confirmar lo que el historiador griego Herodoto (V a.C.) nos proporciona al referirse a los ritos y sacrificios que hacían a sus divinidades los libios, destacando que eran el Sol y la luna a quienes sólo consagran sacrificios.

El Calendario solar y el recuento por las lunas
Uno de los inventos más importantes del mundo prehispánico, el calendario solar, se hizo con base al paso del Sol por las montañas, observando el acontecimiento desde sitios previamente escogido. Estos lugares se marcaban por medio de construcciones desde los cuales se hacían las mediciones. No existen deferencias astronómicas y ambos solsticios se tomaron en cuenta para la construcción del calendario.
El desarrollo del conocimiento astronómico puede vincularse con la organización socioeconómica de un grupo estableciendo referencias temporales regulares para la planificación de diferentes actividades, como la subsistencia, la administración y el ritual. Una de las formas de ordenar o medir el tiempo es a partir de la observación de fenómenos astronómicos, buscando regularidades en su manifestación, es decir, procesos cíclicos. Se puede observar y estudiar el movimiento del Sol, la Luna y los planetas y estrellas más brillantes. La elaboración de un calendario solar permite la organización de actividades a largo plazo, funcionando como un marco de referencia dentro del cual definir eventos anuales importantes. Es por esto que el calendario solar es sumamente útil. A su vez, dicho conocimiento puede fijarse y perpetuarse a través de la arquitectura, determinando la ubicación, orientación y características de algunas construcciones. De esta manera, la producción del conocimiento astronómico se relaciona también con la planificación arquitectónica. Ya que por ejemplo, una de las formas de señalar determinadas posiciones del Sol en el horizonte es a partir de la alineación de estructuras (o rasgos naturales significativos) en función de dichas ubicaciones. Conformada esta línea uno de sus extremos funcionará como punto de observación y el otro como punto de referencia en el horizonte ayudando a establecer por tanto, un calendario observacional. Este dato lo hemos confirmado arqueológicamente en el Llano de Las Lajitas y Cabeceras de Izcagua (cumbres de Garafía).
Las fechas de su celebración difieren entre las culturas. Para la isla de Gran Canaria, A. Sedeño (siglo XV) nos explica que el año comenzaba con el equinoccio de primavera, momento de la siembra de los cereales, lo cual demuestra y rememora una costumbre muy extendida en muchos pueblos del planeta, en relación con las ceremonias agrícolas, demostrado en algunos yacimientos rituales (almogarenes) con orientaciones hacia los equinoccios. Ahora bien, esta costumbre no era general en el resto del Archipiélago, pues en una sociedad pastoril, lo que verdaderamente importaba eran los solsticios, el contraste acusado entre el invierno fértil y abundante en pastos y el verano seco, con falta de lluvias y pastos.
Los amontonamientos de piedras situados en la alta montaña nos demuestran que el año daba comienzo con la llegada del solsticio de invierno. Durante el Año Nuevo se llevaban a cabo ritos que los podemos clasificar en dos categorías: los que significan un regreso al caos o los que simbolizan la cosmogonía. Según Mircea Eliade (1985), todo Año Nuevo es volver a tomar el tiempo en su comienzo, es decir, una repetición de la cosmogonía. La creación del mundo se reproduce, pues, cada año. Esa eterna repetición del acto cosmogónico, que transforma cada Año Nuevo en inauguración de una era en concordancia con los ritmos cósmicos.
El Sol del invierno significaba la nueva luz, el momento del nacimiento o renacimiento, en el mundo. Siendo el Sol la fuente principal de la vida, es natural que haya sido la figura central en casi todas las religiones o mitologías primitivas. Desde el origen de la humanidad, se ha reconocido al Sol como una fuerza esencial. Desde épocas ancestrales, los primeros grupos humanos celebraban el solsticio de invierno como la noche del nacimiento de la luz. Fecha en la que las tinieblas eran derrotadas por la luz, que vencía sobre ellas. De este modo daban culto al Sol.
El calendario awara seguía una contabilización basada en las fases lunares de 28,6 días de media, con lo que el año tenía algo más de 12 meses. Al no coincidir los ciclos lunares y solares, se hizo necesario corregir el desfase de 11 o 12 días acumulados. No podemos saber con exactitud cómo los acomodaban al año solar que es el más regular. Probablemente jugando con los días previos o posteriores a la primera luna llena después del solsticio de verano (el yacimiento arqueológico del Llano de Las Lajitas, conformado por 19 amontonamientos de piedras y decenas de grabados rupestres, tiene la clave).

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